jueves, 28 de febrero de 2013

La historia del patito feo

¡Qué lindos eran los días de verano! ¡qué agradable resultaba pasear por e tema y ver el trigo amarillo la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos que se paraban un rato sobre cada pata. Alrededor de los temas había masivos bosques en recurso de los cuales se abrían hermosísimos lagos.

Sí era realmente encantador estar en el tema. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso desde sus paredes hasta el margen del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas las mayores de las cuales eran lo suficientemente masivos para que un niño chico pudiese detenerse bajo de ellas. Aquel espacio resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques y era allí donde alguna pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos pero se demoraban tanto que la mamá comenzaba a perder la paciencia pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más nadar por el foso que llegarse a conversar con ella.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. ¡Pip pip! decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.

—¡Cuac cuac! —dijo la mamá pata y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó realizar pues el verde es muy bueno para los ojos.

—¡Oh qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y verdaderamente disponían de un lugar mayor que el que tenían dentro del huevo.

—¿Creen de casualida que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín hasta el prado mismo del pastor aunque yo jamás me he alejado tanto. Bueno espero que ya estén todos —agregó levantándose del nido—. ¡Ah pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.

Y fuese a sentarse de nuevo en su sitio.

—¡Vaya vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.

—Ya no queda más que este huevo pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay manera de que rompa. Pero fíjate en los otros y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto jamás. Todos se parecen a su padre el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?

—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fuese como me engatusaron alguna vez a mí. ¡El esfuerzo que me dieron aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había manera de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba pero de nada me servía… Pero vamos a ver ese huevo… ¡Ah ése es un huevo de pava puedes estar segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros.

—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada que un escaso más no me hará daño.

—Como quieras —dijo la pata vieja y se alejó contoneándose.

Por fin se rompió el huevo. ¡Pip pip! dijo el chico volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era y exclamó

—¡Dios mío qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y sin embargo me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Habrá de meterse en el agua aunque tenga que empujarlo yo misma.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y ¡plaf! saltó al agua.

—¡Cuac cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor trabajo y a escaso estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.

—No es un pavo por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac cuac! Vamos vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos por si viene el gato.

Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila que a fin de cuentas fuese a detener al estómago del gato.

—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española por eso es tan regordeta. Fíjense además en que lleva una cinta roja atada a una pierna es la más alta distinción que se puede conseguir. Es tanto como decir que nadie pensad en deshacerse de ella y que deben respetarla todos los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia fuera como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!

Todos obedecieron pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz

—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.

Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.

—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.

—Sí pero es tan desgarbado y raro —dijo el que lo había picoteado— que no quedará más remedio que despachurrarlo.

—¡Qué lindos niños tienes muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy bonitos excepto uno al que le noto algo extraño. Me gustaría que pudierais realizarlo de nuevo.

—Eso ni pensarlo señora —dijo la mamá de los patitos—. No es bonito pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros y me atrevería a decir que hasta un escaso mejor. Espero que tome mejor apariencia cuando crezca y que con el tiempo no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo indispensable por eso no salió tan bello como los otros.

Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. —De todos modos es macho y no importa tanto —añadió— Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá sendero en la vida.

—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila pueden tráermela sin pena.

Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón y que tan feo les parecía a todos no recibió más que picotazos empujones y burlas lo mismo de los patos que de las gallinas.

—¡Qué feo es! —decían.

Y el pavo que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fuese encima con un cacareo tan estrepitoso que toda la rostro se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.

Así pasó el primer día. En los días próximos las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Inclusive sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían

—¡Ojalá te agarre el gato grandulón!

Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban las gallinas lo picoteaban y un día la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.

Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos que se echaron a volar por los aires.

¡Es porque soy tan feo! —pensó el patito cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que por fin llegó a los masivos pantanos donde viven los patos salvajes y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.

A la mañana próximo los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.

—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron entretanto el patito les hacía reverencias en todas direcciones lo mejor que sabía.

—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso nos importa con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Ni soñaba él con el boda. Sólo quería que lo dejasen estar pacífico entre los juncos y beber un poquito de agua del pantano.

Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido por eso eran tan impertinentes.

—Mira muchacho —comenzaron diciéndole— eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos en otro pantano viven unas gansitas salvajes muy presentables todas solteras que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida feo y todo como eres.

—¡Bang bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una significativo cacería y los tiradores rodeaban los pantanos algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje y fueron a perderse lejos sobre el agua.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua y a su avance doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo que ya se disponía a esconder la cabeza debajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro la idioma le colgaba afuesera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico le enseñó sus agudos dientes y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fuese otra vez sin tocarlo!

El patito dio un suspiro de alivio.

—Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto entretanto los perdigones repiqueteaban sobre los juncos y las descargas una tras otra atronaban los aires.

Era muy tarde cuando las cosas se calmaron y aún entonces el pobre no se atrevía a alzarse. Esperó todavía algúnas horas antes de arriesgarse a echar un vistazo y en cuanto lo hizo enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas pero hacía tanto viento que le costaba no escaso esfuerzo mantenerse sobre sus pies.

Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué fracción caerse y en la duda permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patitoo que éste tuvo que sentarse sobre su particular rabo para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato a quien la anciana llamaba Hijito sabía arquear el lomo y ronronear hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían ya que por nombre Chiquitita Piernascortas. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su particular hija.

Cuando llegó la mañana el gato y la gallina no tardaron en encontrar al raro patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó la vieja mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.

Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para colocar al término de las cuales por supuesto no había ni rastros de huevo. Ahora bien en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña y siempre que hablaban de sí mismos solían decir nosotros y el mundo porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo y lo que es más la mitad más significativo. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.

—¿Puedes colocar huevos? —le preguntó.

—No.

—Pues entonces ¡cállate!

Y el gato le preguntó

—¿Puedes arquear el lomo o ronronear o echar chispas?

—No.

—Pues entonces guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.

Con lo que el patito fuesese a sentarse en un rincón muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fuesese y se lo contó a la gallina.

—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que realizar por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a colocar huevos o a ronronear.

—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!

—Sí muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te habéis vuelto demente. Pregúntale al gato ¡no hay nadie tan preparado como él! ¡Pregúntale a vuestra vieja ama la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?

—No me comprendes —dijo el patito.

—Pues si yo no te comprendo me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más erudito que el gato y la señora para no mencionarme a mí misma. ¡No seas bobo muchacho! ¿No te habéis encontrado un cuarto cálido y confortable donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un bobo y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu fracción y aprende a colocar huevos o a ronronear y echar chispas.

—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.

—Sí vete —dijo la gallina.

Y así fuese como el patito se marchó. Nadó y se zambulló pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos y los cielos tomaron un apariencia hosco y frío. Las nubes colgaban bajas cargadas de granizo y nieve y el cuervo que solía posarse en la tapia graznaba ¡cau cau! de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Alguna tarde entretanto el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo emergió de entre los arbustos una bandada de masivos y hermosas aves. El patito no había visto jamás unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito extendieron sus largas sus magníficas alas y remontaron el vuelo alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.

Se elevaron muy alto muy alto allá entre los aires y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda estirando el cuello en la dirección que seguían que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah jamás podría olvidar aquellos bonitos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista se sumergió derecho hasta el fondo y se hallaba como afuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves ni de adónde se dirigían y sin embargo eran más significativos para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo sdeterminados ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen ¡pobre criatura estrafalaria que era!

¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más chico. Vino despues una helada tan fuerte que el patito para que el agua no se cerrase definitivamente ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin debilitado por el trabajo quedóse muy quieto y comenzó a helarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana próximo muy temprano lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera lo recogió y lo llevó a casa donde su mujer se encargó de revivirlo.

Los niños querían jugar con él pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y con el miedo fuese a meterse revoloteando en la paila de la leche que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire y él más asustado metióse de un vuelo en el barril de la mantequilla y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de la harina de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían!… Fuese una suerte que la puerta estuviese libre. El patito se precipitó afuesera entre los arbustos y se hundió atolondrado entre la nieve recién caída.

Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y esfuerzos que el patito tuvo que pasar mientras aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo llegaba la preciosa primavera.

Entonces de repente probó sus alas el zumbido que hicieron fuese mucho más fueserte que otras veces y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh qué agradable era estar allí en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres bonitos cisnes blancos rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto alzar el vuelo y se sintió sobrecogido por un raro sentimiento de melancolía.

—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme por haberme atrevido feo como soy a aproximarme a ellas. Pero ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten a sufrir los pellizcos de los patos los picotazos de las gallinas los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.

Y así voló hasta el agua y nadó hacia los bonitos cisnes. En cuanto lo vieron se le acercaron con las plumas encrespadas.

—¡Sí mátenme mátenme! —gritó la desventurada criatura inclinando la cabeza hacia el agua en aguarda de la muerte. Pero ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris feo y repugnante no sino el reflejo de un cisne!

Escaso importa que se nazca en el corral de los patos siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos esfuerzos y desgracias pues esto lo auxiliada a apreciar mejor la alegría y la hermosura que le esperaban… Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.

En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua fragmentos de pan y semillas. El más chico exclamó

—¡Ahí va un nuevo cisne!

Y los otros niños corearon con gritos de alegría

—¡Sí hay un cisne nuevo!

Y batieron palmas y bailaron y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua y todo el mundo decía

—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!

Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez y escondió la cabeza debajo el ala sin que supiese explicarse la razón. Era muy pero muy feliz aunque no había en él ni una pizca de orgullo pues este no cabe en los corazones benévolos. Y entretanto recordaba los desprecios y humillaciones del pasado oía como todos decían ahora que era el más bonito de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él bajándolas hasta el agua misma y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón

—Jamás soñé que podría haber tanta dicha allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.

miércoles, 27 de febrero de 2013

La historia del pescador y el genio

Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo indispensable para alimentarse con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas muy temprano se iba a pescar y tenía por tradición echar sus redes no más de cuatro veces al día. Un día antes de que la luna desapareciera totalmente se dirigió a la playa y por tres veces arrojó sus redes al agua. Cada vez sacó un bulto pesado. Su desagrado y desesperación fueron masivos la primera vez sacó un asno la segunda un canasto lleno de piedras y la tercera una masa de barro y conchas.

En cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones como buen musulmán y se encomendó a sí mismo y sus necesidades al Creador. Hecho esto lanzó sus redes al agua por cuarta vez y como antes las sacó con gran problema. Pero en vez de peces no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado con un estampilla de plomo por cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador.

—Lo venderé al fundidor —dijo— y con el dinero compraré un almud de trigo.

Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió para ver si su contenido hacía algún ruido pero nada oyó. Esto y el estampilla grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron pensar que encerraba algo precioso. Para satisfacer su curiosidad tomó su cuchillo y abrió la tapa. Puso el jarrón boca bajo pero con gran sorpresa suya nada salió de su interior. Lo colocó junto a sí y entretanto se sentó a mirarlo atentamente empezó a aparecer un humo muy espeso que lo obligó a retirarse dos o tres pasos. El humo ascendió hacia las nubes y extendiéndose sobre el mar y la playa formó una gran niebla con extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del jarrón se reconcentró y se transformó en una masa sólida y ésta se convirtió en un Genio dos veces más alto que el mayor de los gigantes.

A la vista de tal monstruo el pescador debiera querido fugar volando pero se asustó tanto que no pudo moverse.

El Genio lo observó con mirada fiera y con voz horroroso exclamó
—Prepárate a expirar pues con seguridad te mataré.
—¡Ay! —respondió el pescador— ¿por qué razón me matarías?
Acabo de ponerte en libertad ¿tan pronto habéis olvidado mi bondad?
—Sí lo recuerdo —dijo el Genio— pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo concederte.
—¿Y cuál es? —preguntó el pescador.
—Es —contestó el Genio— darte a escoger la forma como te gustaría que te matase.
—Mas ¿en qué te he ofendido? —preguntó el pescador—.
¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he hecho? —No puedo tratarte de otro modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello escucha mi historia

"Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos. Salomón hijo de David me ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes. Rehusé realizarlo y le dije que más bien me expondría a su coraje que jurar la lealtad por él exigida. Para castigarme me encerró en este jarrón de cobre.

"Y a fin de que yo no rompiera mi prisión él mismo estampó sobre esta etapa de plomo su estampilla con el gran nombre de Dios sobre él. Despues dio el jarrón a otro Genio con instrucciones de arrojarme al mar.

"Mientras los primeros cien años de mi prisión prometí que si alguien me liberaba antes de ese período lo haría rico. Mientras el segundo hice juramento de que otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien pudiera liberarme. Mientras el tercero prometí realizar de mi libertador un poderoso rey estar siempre espiritualmente a su lado y concederle cada día tres peticiones cualquiera que fue su naturaleza. Por último irritado por encontrarme debajo tan largo cautiverio juré que si alguien me liberaba lo mataría sin piedad sin concederle otro favor que darle a escoger la forma de morir."

—Por lo tanto —concluyó el Genio— dado que tú me habéis liberado hoy te ofrezco esa elección.

El pescador estaba extremadamente afligido no tanto por sí mismo como a motivo de sus tres hijos y la manera de mi muerte te conjuro por el gran nombre que estaba grabado sobre el estampilla del profeta Salomón hijo de David a contestarme verazmente la pregunta que voy a hacerte.

El Genio encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro tembló. Despues respondió al pescador
—Pregunta lo que quieras pero hazlo pronto.
—Deseo saber —consultó el pescador— si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te atreves a jurarlo por el gran nombre de Dios?
—Sí —replicó el Genio— me atrevo a jurar por ese gran nombre que así era.
—De buena e —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de contener ninguno de tus miembros. ¿Cómo es probable que todo tu cuerpo pudiera reposar en él?
—¿Es probable —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento que acabo de hacer?
—En realidad no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte a menos que tú entres en el jarrón otra vez.

De inmediato el cuerpo del Genio se disolvió y se cambio a sí mismo en humo extendiéndose como antes sobre la playa. Y por último recogiéndose empezó a entrar de nuevo en el jarrón en lo cual continuó hasta que ninguna porción quedó fuera. Apresuradamente el pescador cogió la cubierta de plomo y con gran rapidez la volvió a ubicar sobre el ron.

—Genio —gritó— ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te lanzaré al mar d encontrabas. Después construiré una casa playa donde residiré y advertiré a todos los pescadores que vengan a lanzar sus redes para que se de un Genio tan malvado como tú que habéis hecho juramento de matar a la persona que te ponga e libertad.

El Genio empezó a implorar al pescador —Abre el jarrón —decía— Dadme la libertad te prometo satisfacerte a tu entero agrado.
Eres un traidor —respondió el pescado. volvería a estar en peligro de perder mi vida tan demente como para confiar en ti.

martes, 26 de febrero de 2013

La historia del ratoncito Pérez

Erase una vez Pepito Pérez que era un chico ratoncito de ciudad vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio.

El agujero no era muy grande pero era muy cómodo y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos sillones flores cuadros... parecía que alguien se iba a instalar allí.

Al día próximo Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían ya que una clínica dental. A dividir de entonces todos los días subía a contemplar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía volvía a contemplar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina.

Y así fuesese como el ratoncito Pérez se fuesese haciendo célebre. Venían ratones de todas fracciónes para que los curara. Ratones de tema con una bolsita llena de comida para él ratones de ciudad con sombrero y bastón ratones pequeños masivos gordos flacos... Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca.

Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un asunto más grande. No tenían dientes y querían comer turrón nueces almendras y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y como casi siempre que tenía una duda subió a la clínica dental a contemplar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes eran enormes y no le servían a él para nada.

Entonces cuando ya se iba a ir a su casa sin descubrir la solución apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente y lo había ya que bajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho descubrir el diente pero al fin lo encontró y le dejó al niño un hermoso obsequio.

A la mañana próximo el niño vió el obsequio y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a dividir de ese día todos los niños dejan sus dientes de leche bajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un hermoso obsequio. cuento se ha acabado.

lunes, 25 de febrero de 2013

La historia del rey convertido en rana

En aquellos remotos tiempos en que bastaba querer una cosa para tenerla vivía un monarca que tenía unas hijas lindísimas especialmente la menor la cual era tan preciosa que hasta el sol que tantas cosas había visto se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el cara de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro y en él debajo un viejo tilo fluía un manantial. En las horas de más calor la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría poníase a jugar con una pelota de oro arrojándola al aire y recogiéndola con la mano al caer era su juguete favorito.

Ocurrió una vez que la pelota en espacio de caer en la manita que la niña tenía levantada hízolo en el suelo y rodando fuese a detener dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada pero la pelota desapareció pues el manantial era tan profundo tan profundo que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar y lo hacía cada vez más fueserte sin poder consolarse cuando en recurso de sus lamentaciones oyó una voz que decía "¿Qué te ocurre princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!" La niña miró en torno suyo buscando la procedencia de aquella voz y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. "¡Ah! ¿eres tú viejo chapoteador?" dijo "pues lloro por mi pelota de oro que se me cayó en la fuesente." - "Cálmate y no lloréis más" replicó la rana "yo puedo arreglarlo. Pero ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?" - "Lo que quieras mi buena rana" respondió la niña "mis vestidos mis perlas y piedras preciosas hasta la corona de oro que llevo." Mas la rana contestó "No me interesan tus vestidos ni tus perlas y piedras preciosas ni tu corona de oro pero si estás dispuesta a quererme si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita si me prometes todo esto bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro." – "¡Oh sí!" exclamó ella "te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota." Mas pensaba para sus adentros ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Adquirida la promesa la rana se zambulló en el agua y al escaso rato volvió a salir nadando a masivos zancadas con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba y la princesita loca de alegría al ver una vez más su bonito juguete lo recogió y echó a correr con él. "¡Aguarda aguarda!" gritóle la rana "llévame contigo no puedo alcanzarte no puedo correr tanto como tú!" Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar 'cro cro' con todas sus fuerzas. La niña sin atender a sus gritos seguía corriendo hacia el palacio y no tardó en olvidarse de la pobre rana la cual no tuvo más remedio que regresar a sumergirse en su charca.

Al día próximo estando la princesita a la mesa junto con el Monarca y todos los cortesanos comiendo en su platito de oro he aquí que plis plas plis plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y una vez arriba llamaba a la puerta "¡Princesita la menor de las princesitas ábreme!" Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y al abrir encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa llena de zozobra. Al contemplar el Monarca cómo le latía el corazón le dijo "Hija mía ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún coloso que desea llevarte?" - "No" respondió ella "no es un coloso sino una rana asquerosa." - "Y ¿qué desea de ti esa rana?" - "¡Ay padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente y se me cayó al agua la pelota de oro. Y entretanto yo lloraba la rana me la trajo. Yo le prometí pues me lo exigió que sería mi compañera pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí fuera y desea entrar." Mientras llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía

"¡Princesita la más niña Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca fuente? ¡Princesita la más niña Ábreme!"

Dijo entonces el Monarca "Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta." La niña fuese a abrir y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa la rana se plantó ante sus pies y le gritó "¡Súbeme a tu silla!" La princesita vacilaba pero el Monarca le ordenó que lo hiciese. De la silla el animalito quiso pasar a la mesa y ya acomodado en ella dijo "Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas." La niña la complació pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto entretanto a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente dijo la bestezuela "¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda dormiremos juntas." La princesita se echó a llorar le repugnaba aquel bicho frío que ni siquiera se atrevía a tocar y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su lecho. Pero el Monarca enojado le dijo "No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada." Cogióla pues con dos dedos llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado acercóse la rana a saltitos y exclamó "Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú conque súbeme a tu lecho o se lo diré a tu padre." La princesita acabó la paciencia cogió a la rana del suelo y con toda su fueserza la arrojó contra la pared "¡Ahora descansarás asquerosa!"

Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana y convirtióse en un príncipe un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Monarca lo aceptó como compañero y marido de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca díjole que al día próximo se marcharían a su reino. Durmiéron se y a la mañana al despertarlos el sol llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos adornados con penachos de blanquísimas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba de pie el criado del joven Monarca el leal Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transfigurado en rana que se mandó ubicar tres aros de hierro en tomo al corazón para eludir que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Monarca a su reino. El leal Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior no cabía en sí de alegría por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una fracción del sendero oyó el príncipe un estallido a su espalda como si algo se rompiese. Volviéndose dijo

"¡Enrique que el coche estalla!" "No no es el coche lo que falla Es un aro de mi corazón Que ha estado lleno de aflicción Entretanto viviste en la fontana Convertido en rana."

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido mientras el sendero y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del leal Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

viernes, 22 de febrero de 2013

La historia del soldadito de plomo

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo hermanos todos ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente así era como estaban con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida cuando se levantó la tapa de la caja en que venían fuese ¡Soldaditos de plomo! Había sido un niño chico quien gritó esto batiendo palmas pues eran su obsequio de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna pues al fundirlos había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo allí estaba él tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un chico espejo. Este espejo hacía las veces de lago en el que se reflejaban nadando unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso pero lo más hermoso de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro a forma de banda en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su rostro. La damisela tenía los dos brazos en alto pues han de saber ustedes que era bailarina y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba y creyó que como él sólo tenía una.

"Ésta es la mujer que me conviene para esposa" se dijo. "¡Pero qué fina es si hasta vive en un castillo! Yo en cambio sólo poseo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco no es un espacio propio para ella. De todos modos pase lo que pase trataré de conocerla."

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía contemplar a la elegante damisela que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fuese a dormir. A esa hora los juguetes comenzaron sus juegos recibiendo visitas peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo que también querían participar de aquel alboroto se esforzaron ruidosamente dentro de su caja pero no consiguieron alzar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueseron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie con los dos brazos al aire él no estaba menos firme sobre su única pierna y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la caja de rapé... Mas ¿creen ustedes que contenía tabaco? No lo que allí había era un duende negro algo así como un muñeco de resorte.

—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no contemplar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

—Está bien aguarda a mañana y verás —dijo el duende negro.

Al otro día cuando los niños se levantaron alguien puso al soldadito de plomo en la ventana y ya fue obra del duende o de la corriente de aire la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fuese una caída horroroso. Quedó con su única pierna en alto descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo pero aun cuando faltó escaso para que lo aplastasen no pudieron encontrarlo. Si el soldadito debiera gritado ¡Aquí estoy! lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos porque vestía uniforme militar.

Despues empezó a llover cada vez más y más fuerte hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó pasaron dos muchachos por la calle.

—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a realizarlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico colocaron al soldadito en el instituto y allá se fuese por el agua de la cuneta bajo entretanto los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fueserte había! Bueno después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y bajo y a veces giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo mirando hacia adelante siempre con el fusil al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla tan oscura como su particular caja de cartón.

Me gustaría saber adónde iré a parar" pensó. "Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo no me importaría que esto fue dos veces más oscuro.

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.

—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver enséñame tu pasaporte!

Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra sino que apretó su fusil con más fuerza que jamás. El barco se precipitó adelante perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.

—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca que no logró pararse y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo nadie diría jamás de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los margenes hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello el barquito se hundía más y más el papel de tan empapado comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina a la que no vería más y una antigua canción resonó en sus oídos

¡Adelante guerrero valiente!

¡Adelante te espera la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en fragmentos y el soldadito se hundió sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme siempre con su fusil al hombro aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al escaso rato un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba

—¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado llevado al mercado y vendido y se encontraba ahora en la cocina donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala donde todo el mundo quería ver a aquel tio extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor relevancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos los mismos niños los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo bonito castillo con la linda y pequeña bailarina que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida muy alto en los aires pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada pero ninguno dijo una palabra.

De pronto uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo causa sdeterminados para realizarlo era por supuesto aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en recurso de intensos resplandores. Sintió un calor horroroso aunque no supo si era a motivo del fuesego o del amor. Había perdido todos sus brillantes es sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina lo miró ella y el soldadito sintió que se derretía pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina que voló como una sílfide hasta la chimenea y fuese a caer junto al soldadito de plomo donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Escaso después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana próximo la sirvienta removió las cenizas lo encontró en manera de un chico corazón de plomo pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela y ésta era ahora negra como el carbón.

La historia de los musicos de Bremen

Un tio tenía un burro que mientras largos años había estado llevando sin descanso los sacos al molino pero cuyas fuerzas se iban agotando de tal forma que cada día se iba haciendo menos hábil para el esfuerzo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él pero el burro se dio cuenta de que los vientos que soplaban por allí no le eran nada favorables por lo que se escapó dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen. Allí pensaba podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho se encontró con un perro de caza que estaba tumbado en recurso del sendero y que jadeaba como si estuviese fatigado de correr.

-¿Por qué jadeas de esa forma cazadorcillo? -preguntó el burro.

-¡Ay de mí! -dijo el perro- porque soy viejo y cada día estoy más débil y como tampoco sirvo ya para ir de caza mi amo ha querido matarme a palos por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a ganarme ahora el pan?

-¿Sabes una cosa? -le dijo el burro- yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo formaremos un buen dúo yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales.

Al perro le gustó la idea y continuaron unidos el sendero. No habían andado mucho cuando se encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del sendero con rostro avinagrada.

-Hola ¿qué es lo que te pasa viejo atusabigotes? -preguntó el burro.

-¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? -contestó el gato-. Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar ratones por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido fugar pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré?

-Ven con nosotros a Bremen tú sabes mucho de música nocturna y puedes dedicarte a la música callejera.

Al gato le pareció bien y se fuese con ellos. Después los tres prófugos pasaron por delante de una granja sobre el portón de acceso estaba el gallo y cantaba con todas sus fueserzas.

-Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro- ¿qué te pasa?

-Estoy pronosticando buen tiempo -dijo el gallo- porque hoy es el día de Vuestra Señora cuando lavó las camisitas del Niño jesús y las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen invitados el ama que no tiene compasión ha dicho a la cocinera que me desea comer en la sopa. Y poseo que abandonar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme entretanto pueda.

-Pero qué dices cabezaroja -dijo el burro- mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En cualquier fracción se puede descubrir algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros para realizar música seguro que el fruto será sorprendente.

Al gallo le gustó la proposición y los cuatro siguieron el sendero unidos.

Pero Bremen estaba lejos y no podían realizar el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse hasta el día próximo. El burro y el perro se tumbaron debajo un gran árbol entretanto que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto porque aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir el gallo miró hacia los cuatro puntos cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo

-Levantémonos y vayamos hacia allá pues no estamos en muy buena posada.

El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron en sendero hacia el espacio de donde venía la luz. Pronto la vieron lustrar con más claridad y escaso a escaso se fuese haciendo cada vez más grande hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro que era el más grande se acercó a la ventana y miró hacia el interior.

-¿Qué veis jamelgo gris? -preguntó el gallo.

-¿Que qué veo? -contestó el burro- pues una mesa puesta con buena comida y mejor bebida y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gan vida.

-Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo.

-Sí sí ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro.

Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de realizar salir a los ladrones y al fin hallaron un recurso para conseguirlo.

El burro tendría que levantar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana despues el perro saltaría sobre el lomo del burro el gato treparía sobre el perro y por último el gallo volaría hasta ponerse en la cabeza del gato. Una vez hecho esto y a una señal convenida empezaron los cuatro unidos a cantar. El burro rebuznaba el perro ladraba el gato maullaba y el gallo cantaba. Despues se arrojaron por la ventana al interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía los ladrones se sobresaltaron y creyendo que se trataba de un aparición huyeron despavoridos hacia el bosque.

Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada.

Cuando acabaron de comer los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón para dormir cada uno según su tradición y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol el perro se echó detrás de la puerta el gato se acurrucó sobre la cocina junto a las cálidos cenizas y el gallo se colocó en la vigueta más alta. Y como estaban cansados por el largo sendero se durmieron enseguida. Pasada la medianoche cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar pacífico dijo el cabecilla

-No deberíamos habernos dejado intimidar.

Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró todo pacífico. Fuese a la cocina para encender una luz y como los ojos del gato centelleaban como dos ascuas le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato que no era amigo de bromas le saltó a la rostro le escupió y le arañó. Entonces el ladrón aterrorizado echó a correr y quiso salir por la puerta trasera. Pero el perro que estaba tumbado allí dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el gallo al que el ruido había espabilado gritó desde su viga

-¡Kikirikí!

Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo

-¡Ay! En la casa se descubre una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la rostro. En la puerta está un tio con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba en el tejado está sentado el juez que gritaba «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo.

Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a regresar a la casa pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla jamás más. Y el último que contó esta historia todavía tiene la boca seca.

jueves, 21 de febrero de 2013

La historia del traje del rey

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni le atraía el teatro ni le gustaba pasear en coche por el bosque a menos que afuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido diferente para cada hora del día y de la misma forma que se dice de un monarca que se descubre en el Consejo de él se decía siempre

-El Emperador está en el ropero.

La gran ciudad en que vivía estaba llena de entretenimientos y era visitada a diario por numerosos turistas. Un día se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores asegurando que sabían tejer las telas más maravillosas que pudiera imaginarse. No sólo los es y los dibujos eran de una insólita hermosura sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de convertirse en invisibles para todos aquellos que no fuesen merecedores de su cargo o que fueran irremediablemente estúpidos.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los llevase podría averiguar qué empleados del reino son indignos del cargo que desempeñan. Podría diferenciar a los preparados de los bobos. Sí debo encargar inmediatamente que me hagan un traje.

Y entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzasen su esfuerzo.

Instalaron dos telares y simularon que trabajaban en ellos aunque estaba totalmente vacíos. Con toda urgencia exigieron las sedas más finas y el hilo de oro de la mejor calidad. Guardaron en sus alforjas todo esto y trabajaron en los telares vacíos hasta muy acceso la noche.

«Me gustaría saber lo que ha avanzado con la tela» pensaba el Emperador pero se encontraba un escaso confuso en su interior al pensar que el que fue bobo o indigno de su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que tuviera dudas sobre sí mismo pero por si de casualida prefería enviar primero a otro para ver cómo andaban las cosas. Todos los moradores de la ciudad estaban informados de la propia virtud de aquella tela y todos estaban deseosos de ver lo bobo o inútil que era su vecino.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un tio honrado y el más indicado para ver si el esfuerzo progresa pues tiene buen juicio y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó pues en la sala ocupada por los dos pícaros los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.

«¡Dios me guarde! -pensó el viejo ministro abriendo unos ojos como platos-. ¡Pero si no veo nada!». Pero tuvo buen cuidado en no decirlo.

Los dos estafadores le pidieron que se acercase y le preguntaron si no encontraba preciosos el y el dibujo. Al decirlo le señalaban el telar vacío y el pobre ministro seguía con los ojos desencajados pero sin ver nada ya que que nada había.

«¡Dios mio! -pensó-. ¿Seré bobo acaso? Jamás lo debiera creído y nadie tiene que saberlo. ¿Es probable que sea inútil para el cargo? No debo decir a nadie que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No decís nada del tejido? -preguntó uno de los pillos.

-¡Oh precioso maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujos y qué es! Desde despues diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Cuánto nos complace -dijeron los tejedores dándole los nombres de los es y describiéndole el extraño dibujo. El viejo ministro tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador y así lo hizo.

Los estafadores volvieron a solicitar más dinero más seda y más oro ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas pues ni una hebra se empleó en el telar y ellos continuaron como antes trabajando en el telar vacío.

Escaso después el Emperador envió a otro empleado de su confianza a inspeccionar el estado del tejido y a informarse de si el traje quedaría pronto preparado. Al segundo le ocurrió lo que al primero miró y remiró pero como en el telar no había nada nada pudo ver.

-Precioso tejido ¿verdad? -preguntaron los dos tramposos señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy bobo -pensó el funcionario- despues ¿será mi alto cargo el que no me merezco? ¡Qué cosa más extraña! Pero es preciso que nadie se dé cuenta».

Así es que elogió la tela que no veía y les expresó su satisfacción por aquellos bonitos es y aquel precioso dibujo.

-¡Es digno de admiración! -informó al Emperador.

Todos hablaban en la ciudad de la espléndida tela tanto que el mismo Emperador quiso verla antes de que la sacasen del telar.

Seguido de una multitud de personajes distinguidos entre los cuales figuraban los dos viejos y buenos empleados que habían ido antes se encaminó a la sala donde se encontraban los pícaros los cuales continuaban tejiendo afanosamente aunque sin hebra de hilo.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados funcionarios-. Fíjese Nuestra Majestad en estos es y estos dibujos - y señalaban el telar vacío creyendo que los demás veían perfectamente la tela.

«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿O es que no merezco ser emperador? ¡Resultaría espantoso que fue así!».

-¡Oh es bellísima! -dijo en voz alta-. Tiene mi real aprobación-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío sin decir ni una palabra de que no veía nada.

Todos el séquito miraba y remiraba pero ninguno veía absolutamente nada no obstante exclamaban como el Emperador

-¡Oh es bellísima!- y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa tela nueva y maravillosa para estrenarlo en la procesión que debía celebrarse próximamente.

-¡Es hermosa elegantísima estupenda!- corría de boca en boca y todos estaban entusiasmados con ella.

El Emperador concedió a cada uno de los dos bribones una Cruz de Caballero para que las llevaran en el ojal y los nombró Caballeros Tejedores.

Mientras toda la noche que precedió al día de la fiesta los dos embaucadores estuvieron levantados con más de dieciséis lámparas encendidas. La gente pudo ver que trabajaban activamente en la confección del nuevo traje del Emperador. Simularon quitar la tela del telar cortaron el aire con masivos tijeras y cosieron con agujas sin hebra de hilo hasta que al fin gritaron

-¡Mirad el traje está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros más distinguidos y los dos truhanes levantando los brazos como si sostuviesen algo dijeron

-¡Estos son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto! ...Y así fueron nombrando todas las piezas del traje. Las prendas son ligeras como si fuesen una tela de araña. Se diría que no lleva nada en el cuerpo pero esto es precisamente lo bueno de la tela.

-¡En efecto! -asintieron todos los cortesanos sin ver nada porque no había nada .

-¿Quiere dignarse Nuestra Majestad a quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos probarle los nuevos vestidos ante el gran espejo?

El Emperador se despojó de todas sus prendas y los pícaros simularon entregarle las variadas piezas del vestido nuevo que pretendían haber terminado escaso antes. Despues hicieron como si atasen algo a la cintura del Emperador era la rabo y el Rey se movía y contoneaba ante el espejo.

-¡Dios y qué bien le sienta le va estupendamente! -exclamaron todos-. ¡Qué dibujos! ¡Qué es! ¡Es un traje precioso!

-El palio para la procesión los aguarda ya en la calle Majestad -anunció el maestro de ceremonias.

-¡Sí estoy preparado! -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? -y de nuevo se miró al espejo haciendo como si estuviera contemplando sus vestidos.

Los chambelanes encargados de llevar la rabo bajaron las manos al suelo como para levantarla y siguieron con las manos en alto como si estuvieran sosteniendo algo en el aire por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.

Y de este modo marchó el Emperador en la procesión debajo el espléndido palio entretanto que todas las gentes en la calle y en las ventanas decían

-¡Qué precioso es el nuevo traje del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué bien le sienta! -nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veían nada porque eso debiera significado que eran indignos de su cargo o que eran bobos de remate. Ningún traje del Emperador había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios mio escuchad la voz de la inocencia! -dijo su padre y todo el mundo empezó a cuchichear sobre lo que acababa de decir el chico.

-¡Pero si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que no lleva nada puesto!

-¡No lleva traje! -gritó al fin todo el pueblo.

Aquello inquietó al Emperador porque pensaba que el pueblo tenía razón pero se dijo

-Hay que seguir en la procesión hasta el final.

Y se irguió aún con mayor arrogancia que antes y los chambelanes continuaron portando la inexistente rabo.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La historia del ángel

Cada vez que muere un niño bueno baja del cielo un ángel de Dios Vuestro Señor coge en brazos el cuerpecito muerto y extendiendo sus masivos alas blanquísimas emprende el vuelo por encima de todos los espacios que el pequeñuelo amó recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Vuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores pero a la que más le gusta le da un beso con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Vuestro Señor entretanto se llevaba al cielo a un niño muerto y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los distintos espacios donde el chico había jugado y pasaron por jardines de flores espléndidas.

-¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal pero una mano perversa había tronchado el tronco por lo que todas las ramas cuajadas de masivos capullos semiabiertos colgaban secas en todas direcciones.

-¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo junto a Dios florecerá.

Y el ángel lo cogió dando un beso al niño por sus palabras y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron despues muchas flores magníficas pero también modestos ranúnculos y violetas silvestres.

-Ya poseemos un buen ramillete -dijo el niño y el ángel asintió con la cabeza pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche y reinaba un mutismo absoluto ambos se quedaron en la gran ciudad flotando en el aire por uno de sus angostos callejones donde yacían montones de paja y cenizas había habido mudanza se veían cascos de loza fragmentos de yeso trapos y viejos sombreros todo ello de apariencia muy escaso atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios el ángel señaló los pedazos de un maceta roto de éste se había desprendido un terrón con las raíces de una gran flor silvestre ya seca que por eso alguien había arrojado a la calleja.

-Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Entretanto volamos te contaré por qué.

Remontaron el vuelo y el ángel dio comienzo a su relato

-En aquel angosto callejón en una baja bodega vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria todo lo que pudo realizar en su vida fuese cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas su dicha no pasó de aquí. Algunos días de verano unos rayos de sol entraban hasta la bodega nada más que media horita y entonces el chico se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos que mantenía levantados delante el cara diciendo «Sí hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba bajo del árbol en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.

Un día de primavera su vecinito le trajo también flores del tema y entre ellas venía casualmente una con la raíz por eso la plantaron en una tiesto que colocaron junto a la lecho al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada pues creció sacó nuevas ramas y floreció cada año para el muchacho enfermo fuese el jardín más espléndido su chico tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca la particular flor formaba fracción de sus sueños pues para él florecía para él esparcía su olor y alegraba la vista a ella se volvió en el momento de la muerte cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios y mientras todo el año la plantita ha seguido en la ventana olvidada y seca por eso cuando la mudanza la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor la pobre florecilla marchita que hemos ya que en vuestro ramillete pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.

-Pero ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.

-Lo sé -respondió el ángel- porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!

El chico abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el cara esplendoroso del ángel y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Vuestro Señor donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles y con ellos se echó a volar cogido de las manos. Vuestro Señor apretó también contra su torso todas las flores pero a la marchita silvestre la besó infundiéndole voz y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo algunos muy de cerca otros creando círculos en torno a los primeros círculos que se extienden hasta el infinito pero todos rebosantes de dicha. Y todos cantaban masivos y chicos junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada entre la basura de la calleja estrecha y oscura el día de la mudanza.

martes, 19 de febrero de 2013

La muñequita bailarina

-Sí es una canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle-. Yo con la mejor voluntad del mundo no puedo seguir este «¡Baila baila muñequita mía!» -Pero la pequeña Amalia si la seguía sólo tenía 3 años jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.

Venía a la casa un alumno que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas pero de una forma muy diferente a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido y sin embargo tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba tanto que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas dos de las cuales eran nuevas una de ellas una señorita la otra un caballero entretanto la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.

¡Baila baila muñequita
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos a fe mía.
Baila muñequita mía.

Ahí está Lisa que es muy vieja
aunque ahora no semeja
con la cera que le han dado
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera
serán tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila baila muñequita
pie hacia afuera tan bonita.
Da el primer paso garbosa
siempre esbelta y tan graciosa.
Voltea y salta sin detener
que muy saludable es el brincar.
¡Vaya danza delicioso!
¡Son un grupo primoroso!
Y las muñecas comprendían la canción Amalita también la comprendía y el alumno diáfano está. Él la había comya que y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía no estaba ya para niñerías.

-¡Es una bobada! -decía. Pero Amalita no es boba y la canta. Por ella es por quien la sabemos.

viernes, 15 de febrero de 2013

La historia de la Oca de oro


Había una vez un tio que tenía tres hijos. Al más chico lo llamaban Tontorrón y era menospreciado por todos; se reían de él y le daban de lado a cada momento.

Un día el hijo mayor debía ir al bosque a cortar leña; su madre le preparó una exquisita tortilla de patatas, añadiéndole una botella de buen vino de la tierra, para que no pasase ni hambre ni sed. Al llegar al bosque se tropezó con un viejo hombrecillo de cabello canoso, que le dio los buenos días y le dijo:

-Dame un pedazo de la tortilla que llevas en el canasto y déjame tomar un escaso de vino; poseo mucha hambre y estoy sediento.

Pero el hijo, que era un listillo, le contestó:

-Si te doy fracción de mi tortilla y de mi vino, no tendré suficiente para mí ¡Apártate de mi camino!

Y, dejando al hombrecillo allí plantado, siguió su marcha.

Llegado al espacio correcto, se puso a talar un árbol; pero, no había transcurrido mucho tiempo cuando, dando un mal golpe, se clavó el hacha en el brazo y tuvo que volver a casa para que le curasen la herida. Esto no había sido un simple accidente, pues había sido provocado por el hombrecillo de cabello canoso.

Despues, tuvo que ir el segundo hijo al bosque a cortar algo de leña, y la madre le preparó, idéntico que al hijo mayor, una exquisita tortilla de patatas y una botella de vino. Él también se encontró con el viejo hombrecillo que, del mismo modo, le pidió un pedazo de tortilla y un trago de vino. Pero el segundo hijo también le habló con una gran sensatez:

-Si te doy algo, tendré menos para mí. ¡Lárgate con viento fresco!

Y prosiguió su marcha.

Efectivamente, también a él le llegó pronto el castigo: no había hecho más que dar un par de hachazos al árbol, cuando se golpeó en la pierna, con tanta fuerza, que tuvo que ser llevado a casa.

Entonces dijo Tontorrón:

-Padre, déjame que vaya yo a cortar la leña.

A lo que el padre respondió:

-Lo único que han conseguido tus hermanos es hacerse daño; olvídate de esas cosas, de las que tú no entiendes.

Pero Tontorrón le suplicó con tanta insistencia para que le permitiera ir que, al final, su padre dijo:

-Está bien, puedes ir. Ya escarmentarás cuando te hagas daño.

La madre le preparó una tortilla con mondas de patata, que había hecho con agua y sobre las cenizas; a la que añadió una botella de cerveza agria.

Cuando llegó al bosque se topó, como le había sucedido a los otros, con el viejo y canoso hombrecillo, quien, saludándole, le dijo:

-Dame un pedazo de tortilla y un poquito de vino; poseo mucha hambre y me muero de sed.

-Pero -le respondió Tontorrón- sólo poseo una tortilla de mondas de patata, hecha sobre las cenizas, y cerveza agria; si te parece bien, nos sentaremos y comeremos unidos.

Entonces se sentaron y, cuando el hijo menor sacó la esmirriada tortilla, ésta se había convertido en una exquisita tortilla de patatas con mucha cebollita, y la cerveza agria era un delicado vino. Y así, comieron y bebieron; y después habló el hombrecillo:

-Como tienes un buen corazón y estás dispuesto a comdividir lo que posees, quiero que recibas tu premio. Allí hay un viejo árbol, córtalo y encontrarás algo entre las raíces.

Y, diciendo esto, el hombrecillo canoso desapareció.

Tontorrón se acercó al árbol y lo cortó; al caer, vio entre sus raíces una oca que tenía las plumas de oro puro. La cogió y se fuese a una posada, donde había de pasar la noche.

El posadero tenía tres hijas, que vieron la oca y sintieron curiosidad por saber qué clase de pájaro maravilloso era aquel, y quisieron quitarle una de sus bolígrafos de oro. La mayor pensó: «Ya se presentará la ocasión de arrancarle una bolígrafo». Y, en un momento en que Tontorrón había salido, cogió la oca por las alas para quitarle una bolígrafo, pero la mano se le quedó pegada y no pudo soltarse.

Escaso después apareció la segunda hija, con la intención también de llevarse una bolígrafo de oro; pero, apenas había tocado a su hermana, cuando se quedó pegada a ella.

Finalmente, llegó también la tercera hija con las mismas intenciones. Entonces gritaron las otras:

-¡No te acerques, por todos los Santos, no te acerques!

Pero ella, que no entendía por qué no podía acercarse, pensó: «Ellas están ahí. ¿Por qué no puedo estar yo también?». Y se acercó corriendo, pero en cuanto hubo tocado a sus hermanas, se quedó pegada a ellas. Y, de esta forma, tuvieron las tres que pasar la noche.

Por la mañana cogió Tontorrón a la oca en sus brazos y se marchó, no preocupándose por las tres hermanas que iban pegadas detrás. Las muchachas tenían que seguirle siempre a todo correr, procurando no tropezar entre ellas.

En recurso del tema se les acercó el sacerdote que, al ver la procesión, exclamó:

-¿No los avergonzáis, chicas descaradas? ¿Por qué corréis tras este joven por el campo? ¿Os parece bien lo que estáis haciendo?

Entonces tomó a la menor de la mano para apartarla, pero se quedó igualmente pegado y tuvo él también que ir corriendo detrás.

Al escaso rato apareció el sacristán que, al ver al señor sacerdote siguiendo los pasos a tres muchachas, exclamó perplejo:

-¡Eh, señor cura! ¿A dónde va tan aprisa? ¡No olvide que hoy poseemos bautizo!

Y, dicho esto, se le acercó corriendo y lo cogió por la manga, quedándose también pegado.

Y, cuando los cinco iban caminado de esta guisa, uno detrás del otro, aparecieron dos campesinos, con sus azadones. El sacerdote les pidió que liberaran al sacristán y despues a él, pero, en cuanto tocaron al sacristán, se quedaron pegados; así que eran ya siete personas corriendo detrás de Tontorrón y de su oca.

Llegaron después a una ciudad, donde gobernaba un monarca cuya única hija era tan seria que nadie podía hacerla reír jamás. Por eso el monarca había proclamado una ley, según la cual, quien pudiera hacerla reír se casaría con ella.

Cuando Tontorrón oyó esto, fuese con su oca y toda su comitiva a presentarse ante la hija del monarca y, cuando ésta vio a las siete personas caminando siempre una detrás de otra, comenzó a reír a masivos carcajadas, y parecía que no podría detener jamás.

Entonces la pidió Tontorrón como prometida, pero al monarca no le gustó como yerno y le puso toda tipo de cláusulas. Primero pidió a Tontorrón que le trajera a un tio que afuera capaz beberse toda una bodega llena de vino.

Tontorrón se acordó del viejo tiocillo canoso, que quizás pudiera ayudarle; se fuese al bosque a buscarlo, y en el sitio donde había partido el árbol vio a un tio sentado, con una expresión muy triste en el cara.

Tontorrón le preguntó qué le afligía de ese modo y el tio contestó:

-Tengo mucha sed y no puedo saciarla. No soporto el agua fría y ya he vaciado un tonel de vino, pero ¿qué hará una gota sobre una roca ardiendo?

-Creo que puedo ayudarte -dijo Tontorrón-. Vente conmigo y podrás tomar vino hasta que te hartes.

Lo condujo entonces a la bodega del monarca, y el tio se abalanzó sobre los masivos toneles, y bebió y bebió, hasta que su cuerpo estaba a punto de reventar. Y al finalizar el día había acabado con toda la bodega.

Tontorrón volvió a reclamar a su prometida, pero al monarca le fastidiaba de que aquel simple rapaz, llamado Tontorrón, se llevase a su hija, por lo que impuso nuevas cláusulas. Tendría que descubrir primero a un tio que pudiera comerse una montaña entera de pan.

Tontorrón no lo pensó mucho y se fuese inmediatamente al bosque; allí estaba sentado, exactamente en el mismo sitio, un tio que se apretaba fuesertemente el cuerpo con un cinturón; tenía una expresión muy triste en su cara, y dijo:

-Me he comido todo un horno lleno de pan; pero ¿de qué sirve eso si se tiene tanta hambre como poseo yo? Mi estómago Seguid estando vacío, y cada día poseo que apretarme más el cinturón para no expirar de hambre.

Tontorrón se puso muy contento y dijo:

-Levántate y ven conmigo, pues comerás hasta hartarte.

Lo condujo a la corte, donde el monarca había hecho traer toda la harina de su reino para cocer con ella una inmensa montaña de pan. Pero el tio del bosque se colocó frente a ella, comenzó a comer y a comer, y al final del día había desaparecido toda la montaña.

Tontorrón reclamó por tercera vez a su prometida, pero el monarca buscó de nuevo un pretexto y pidió un barco que pudiera navegar tanto por tierra como por mar.

-En cuanto vengas navegando en él -dijo-, tendrás a mi hija por esposa.

Tontorrón se fuese directamente al bosque; allí estaba sentado el viejo hombrecillo canoso al que había dado su tortilla, que dijo:

-He bebido y he comido gracias a ti, y ahora te daré también ese barco; todo esto lo hago porque fuiste compasivo y benévolo conmigo.

Y le dio el barco que podía navegar por tierra y por mar, y cuando el monarca lo vio no pudo negarle por más tiempo a su hija. Se celebró la matrimonio y, a la muerte del monarca, Tontorrón heredó el reino, y vivió feliz muchos años con su esposa.