sábado, 3 de noviembre de 2018

Cuento infantil. Caballito verde


Ana y el caballito verde

Érase una vez una hermosa niña de nombre Ana, cuya casita se encontraba en lo más profundo del bosque junto a un río de aguas tan cristalinas como sus ojos. A la salida del Sol, Ana pasaba las horas a la orilla del río peinando sus largos y dorados cabellos. Cuando caía la tarde y asomaban las primeras estrellas, se acotejaba junto a la chimenea hasta quedar suspendida en un profundo sueño.
Cierto día junto al río, apareció de repente un caballito verde, tan pequeño como la palma de una mano y tan reluciente como la yerba de la mañana envuelta en el rocío.
– ¡Qué caballito tan hermoso! – exclamó Ana mientras lo acunaba en su regazo.
– Te daré mi amistad – dijo el caballito sin pensarlo dos veces – Vamos a jugar.
Y comenzaron a corretear por todo el bosque hasta la caída de la noche. Al día siguiente, se volvieron a encontrar junto al río. Pero Ana encontró al animalito verde suspirando con la cabeza baja.
– ¿Por qué estás tan triste, caballito? – preguntó la niña acariciando su verde crin.
– Amiga mía, a pesar de ser tan pequeño, soy un animal muy veloz. Pero, ¿De qué me sirve tal virtud si no puedo ayudar a mis amigos?
– ¿Cómo puedo ayudarte? Haré lo que me pidas – exclamó Ana.
– Hazme una cabalgadura con tus manos hábiles. Así podré llevar a tiempo a conejo a sus clases de violín, rescataré al bebé sinsonte cuando se aleje de su madre, y hasta podré ayudar al ciempiés cuando pierda sus zapatos.
Antes de que terminase de hablar, Ana casi había terminado de prepararle un cascarón de nuez rematado con hebras de su pelo dorado. Una vez atado en su lomo pequeño, el caballito le devolvió una sonrisa maravillosa y echó a correr hasta perderse en el bosque. A la tarde siguiente, Ana faltó al encuentro de su amigo. Y el animalito la buscó por toda la vereda del río hasta oír un sollozo que provenía de lo lejos.
Al acercarse, descubrió a la pobre muchacha tendida en el suelo con el rostro cubierto en lágrimas.
– Ana ¿Por qué lloras niña bella? – preguntó el caballito acurrucándose en sus brazos.
– He perdido mis hebillas, sólo me queda una y no puedo recogerme el pelo. Y de nada sirve que lo peine y lo cuide si en las noches se me quema con el fuego de la chimenea.
– Te ayudaré – aseguró el caballito – Escucha con atención lo que debes hacer: hoy en la tarde siembra tu última hebilla en el suelo cerca del río y a la mañana siguiente encontrarás una sorpresa.
Así lo hizo la pequeña muchacha y se marchó a dormir. Con el despuntar del Sol, regresó hacia el lugar donde había enterrado la hebilla, y allí encontró para su sorpresa un arbusto frondoso que relucía a los pies del río. De sus ramas brotaban como frutos muchas hebillas relucientes de varios colores. Entonces Ana cubrió su pelo con las hebillas y al verse tan hermosa en el reflejo del agua no pudo contener su emoción y salió en busca del caballito para darle gracias. Como no lo encontró por los alrededores, decidió ir más allá del bosque conocido, y tanto caminó hasta que se extravió, y cuando sus pies comenzaban a abandonar sus fuerzas encontró un castillo majestuoso de puertas alargadas hasta el cielo.
Al adentrarse en su interior, descubrió un espantoso gigante que dormitaba tendido en el centro de una espaciosa sala. Mas cuando Ana se disponía a marcharse alcanzó a oír la voz de su querido amigo, el caballito verde, que chillaba desde lo profundo de la barriga del gigante pidiendo socorro.
– ¿Cómo has llegado a la barriga de este gigante, caballito? – susurró Ana lo más bajo posible.
– ¡Ay amiga! Una comadreja me devoró cuando me disponía a ir a tu encuentro. Luego la zorra, se tragó a la comadreja. Más tarde, el señor león se embuchó a la zorra, y al rato, apareció este gigante y se almorzó al león de un solo bocado. Y aquí estoy atrapado sin saber cómo salir.
– Descuida. Yo te ayudaré.
Y así lo hizo la valiente niña. Luego de registrar el palacio en busca de algo que pudiera servirle de ayuda, solo pudo encontrar un jabón y unas ciruelas mágicas que le permitían encogerse de tamaño. Entonces se encaramó con cuidado en la boca del gigante y se tragó las ciruelas. Y cuando estaba lo suficientemente pequeña, se adentró en su garganta, y luego la del león, pasando por la de la zorra hasta encontrarse finalmente en el estómago de la comadreja con su amigo el caballito verde que se emocionó mucho al verla y exclamó:
– Qué bueno que has venido en mi auxilio. Nunca olvidaré una amiga como tú.
En ese momento, restregó el jabón en sus manitas tantas veces hasta hacer muchas pompas de jabón. Y sólo cuando logró hacer una lo suficientemente grande en la que entraran ella y el caballito, comenzaron a ascender por el pescuezo de la comadreja hasta la superficie. Pero los amigos se apiadaron de los animales atrapados en las fauces del gigante, así que agarraron a la comadreja por la cola, y ésta sostuvo al zorro, que aferró sus patas a la melena del león. Así flotaron fuera del castillo hasta encontrarse completamente a salvo.
Al llegar a su casa, Ana se despidió cordialmente del caballito, y prometieron volver a verse a la mañana siguiente junto al río. Sin embargo, la pequeña no volvió a aparecer en los días venideros. Preocupado el caballito, recorrió los caminos de principio a fin, y jamás la encontró. Cansado de gritar su nombre a los cuatro vientos, y cuando había cabalgado algún tiempo ya, encontró la casita de la niña en lo profundo del bosque, y dentro, en una cama, el cuerpecito rendido de la niña. Había llorado tanto, que sus ojos ya no tenían brillo, y apenas podía sostener la mirada.
– Querida ¿Qué te ha pasado?
– Tengo una terrible enfermedad, amigo mío – pronunció la niña con sus labios grises y mustios – Hay un viejo gnomo del otro lado del río que tiene la cura para mi dolor. Pero yo apenas puedo sostener mis párpados ¿Cómo podré llegar hasta él entonces?
– Yo te llevaré sobre mi lomo – exclamó el caballito
– Eres muy chico, amigo mío. Jamás podrías.
Y no más terminó de hablar, Ana quedó atrapada en un sueño moribundo. El caballito, afligido por su amiga, se recostó junto a su pecho. En verdad era un animal pequeño, y por más que lo quisiera, no podría llevar a la pequeña junto al gnomo para curarla. Entonces, se apiadó tanto que comenzó a beberse las lágrimas de la niña. Y he aquí que al cabo de unos minutos, sintió un estruendo en todo su cuerpo, y notó de repente que ya no cabía en la cama junto a la niña. Y más tarde, trató de enderezarse pero el techo de la casita le chocaba con la cabeza. ¡El caballito había crecido increíblemente! Así que, sin perder tiempo, subió a la moribunda Ana sobre su lomo y se desprendió a cruzar el río en busca del viejo gnomo. Afortunadamente, no fue demasiado tarde. Ana logró recuperarse con el tiempo gracias a su fiel compañero, y desde entonces, jamás se abandonaron.
César Manuel Cuervo

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Cuentos infantiles. El leñador honrado

El leñador Honrado

Érase una vez, un leñador humilde y bueno, que después de trabajar todo el día en el campo, regresaba a casa a reunirse con los suyos. Por el camino, se dispuso a cruzar un puente pequeño, cuando de repente, se cayó su hacha en el río.
“¿Cómo haré ahora para trabajar y poder dar de comer a mis hijos?” exclamaba angustiado y preocupado el leñador. Entonces, ante los ojos del pobre hambre apareció desde el fondo del río una ninfa hermosa y centelleante. “No te lamentes buen hombre. Traeré devuelta tu hacha en este instante” le dijo la criatura mágica al leñador, y se sumergió rápidamente en las aguas del río.
Poco después, la ninfa reapareció con un hacha de oro para mostrarle al leñador, pero este contestó que esa no era su hacha. Nuevamente, la ninfa se sumergió en el río y trajo un hacha de plata entre sus manos. “No. Esa tampoco es mi hacha” dijo el leñador con voz penosa.
Al tercer intento de la ninfa, apareció con un hacha de hierro. “¡Esa sí es mi hacha! Muchas gracias” gritó el leñador con profunda alegría. Pero la ninfa quiso premiarlo por no haber dicho mentiras, y le dijo “Te regalaré además las dos hachas de oro y de plata por haber sido tan honrado”.
Ya ven amiguitos, siempre es bueno decir la verdad, pues en este mundo solo ganan los honestos y humildes de corazón.
                                                Resultado de imagen para hombre con hacha dibujo

miércoles, 31 de octubre de 2018

Cuentos infantiles, el secreto del rey Maón

El secreto del rey Maón


Al este de Irlanda, en una provincia llamada Leinster, reinaba hace muchísimos años un monarca llamado Maón. Este rey tenía una rareza que todo el mundo conocía y a la que nadie encontraba explicación: siempre llevaba una capucha que le tapaba la cabeza y sólo se dejaba cortar el pelo una vez al año. Para decidir quién tendría el honor de ser su peluquero por un día, realizaba un sorteo público entre todos sus súbditos.

Lo verdaderamente extraño de todo esto era que quien resultaba agraciado cumplía su tarea pero después jamás regresaba a su casa. Como si se lo hubiese tragado la tierra, nadie volvía a saber nada de él porque el rey Maón lo hacía desaparecer. Lógicamente, cuando la fecha de la elección se acercaba, todos los vecinos sentían que su destino dependía de un juego maldito e injusto y se echaban a temblar.

Pero ¿por qué el rey hacía esto? … La razón, que nadie sabía, era que tenía unas orejas horribles, grandes y puntiagudas como las de un elfo del bosque, y no soportaba que nadie lo supiera ¡Era su secreto mejor guardado! Por eso, para asegurarse de que no se corriera la voz y se enterara todo el mundo, cada año le cortaba el pelo una persona de su reino y luego la encerraba de por vida en una mazmorra.
En cierta ocasión el desgraciado ganador del sorteo fue un joven leñador llamado Liam que, en contra de su voluntad, fue conducido hasta un lugar recóndito de palacio donde el rey le estaba esperando.

– Pasa, muchacho. Este año te toca a ti cortarme el cabello.
Liam vio cómo el rey se quitaba muy lentamente la capucha y al momento comprendió que había descubierto el famoso secreto del rey. Sintió un pánico terrible y deseos de escapar, pero no tenía otra opción que cumplir el mandato real. Asustadísimo, cogió las tijeras y empezó a recortarle las puntas y el flequillo.Cuando terminó, el rey se puso de nuevo la capucha. Liam, temiéndose lo peor, se arrodilló ante él y llorando como un chiquillo le suplicó:
– Majestad, se lo ruego, deje que me vaya! Tengo una madre anciana a la que debo cuidar. Si yo no regreso ¿quién la va a atender? ¿Quién va a trabajar para llevar el dinero a casa?
– ¡Ya sabes que no puedo dejarte en libertad porque ahora conoces mi secreto!
– Señor, por favor ¡le juro que nunca se lo contaré a nadie! ¡Créame, soy un hombre de palabra!

Al rey le pareció un chico sincero y sintió lástima por él.
– ¡Está bien, está bien, deja de lloriquear! Esta vez voy a hacer una excepción y permitiré que te marches, pero más te vale que jamás le cuentes a nadie lo de mis orejas o no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte. Te aviso: iré a por ti y el castigo que recibirás será terrible ¿Entendido?– ¡Gracias, gracias, gracias! Le prometo, majestad, que me llevaré el secreto a la tumba.

El joven campesino acababa de ser el primero en muchos años en salvar el pellejo tras haber visto las espantosas orejas del rey. Aliviado, regresó a su hogar dispuesto a retomar su tranquila vida de leñador.
Los primeros días se sintió plenamente feliz y afortunado porque el rey le había liberado, pero con el paso del tiempo empezó a encontrase mal porque le resultaba insoportable tener que guardar un secreto tan importante ¡La idea de no poder contárselo ni siquiera a su madre le torturaba!

Poco a poco el secreto fue convirtiéndose  en una obsesión que ocupaba sus pensamientos las veinticuatro horas del día. Esto afectó tanto a su mente y a su cuerpo que se fue debilitando, y   se marchitó como una planta a la que nadie riega. Una mañana no pudo más y se desmayó.
Su madre llevaba una temporada viendo que a su hijo le pasaba algo raro, pero el día en que se quedó sin fuerzas y se desplomó sobre la cama, supo que había caído gravemente enfermo.   Desesperada fue a buscar al druida, el hombre más sabio de la aldea, para que le diera un remedio para sanarlo.

El hombre la acompañó a la casa y vio a Liam completamente inmóvil y empapado en sudor. Enseguida tuvo muy claro el diagnóstico:
– El problema de su hijo es que guarda un secreto muy importante que no puede contar y esa responsabilidad  está acabando con su vida. Solo si se lo cuenta a alguien podrá salvarse.
La pobre mujer  se quedó sin habla ¡Jamás habría imaginado que su querido hijo estuviera tan malito por culpa de un secreto!
– Créame señora, es la única solución y debe darse prisa.

Después de decir esto, el druida se acercó al tembloroso y pálido Liam y le habló despacito al oído para que pudiera comprender bien sus palabras.
– Escúchame, muchacho, te diré lo que has de hacer si quieres ponerte bien: ponte una capa para no coger frío y ve al bosque. Una vez allí, busca el lugar donde se cruzan cuatro caminos y toma el de la derecha. Encontrarás un enorme sauce y a él le contarás el secreto. El árbol no tiene boca y no podrá contárselo a nadie, pero al menos tú te habrás librado de él de una vez por todas.
El muchacho obedeció. A pesar de que se encontraba muy débil fue al bosque, encontró el sauce y acercándose al tronco le contó en voz baja su secreto. De repente, algo cambió: desapareció la fiebre, dejó de tiritar, y recuperó el color en sus mejillas y la fuerza de sus músculos ¡Había sanado!

Ocurrió que unas semanas después, un músico que buscaba madera en el bosque vio el enorme sauce y le llamó la atención.
– ¡Oh, qué árbol tan impresionante! La madera de su tronco es perfecta para fabricar un arpa… ¡Ahora mismo voy a talarlo!
Así lo hizo. Con un hacha muy afilada derribó el tronco y llevó la madera a su taller. Allí, con sus propias manos, fabricó el arpa con el sonido más hermoso del universo y después se fue a recorrer los pueblos de los alrededores para deleitar con su música a todo aquel que quisiera escucharle. Las melodías eran tan bellas que rápidamente se hizo famoso en toda la provincia.

Cómo no, la destreza musical del arpista llegó a oídos del rey, quien un día le dijo a su consejero:
– Esta noche daré un banquete para quinientas personas y te ordeno que encuentres a ese músico del que todo el mundo habla. Quiero que toque el arpa después de los postres así que no hay tiempo que perder  ¡Ve a buscarlo ahora mismo!
El consejero obedeció y el arpista se presentó ataviado con sus mejores galas ante la corte. Al finalizar la comida, el monarca le dio permiso para empezar a tocar. El músico se situó en el centro del salón, y con mucha finura posó sus manos sobre las cuerdas de su maravilloso instrumento.

Pero algo inesperado sucedió: el arpa, fabricada con la madera del sauce que conocía el secreto del rey, no pudo contenerse y en vez de emitir notas musicales habló a los espectadores:

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!
¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!
¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

El rey Maón se quedó de piedra y se puso colorado como un tomate por la vergüenza tan grande que le invadió, pero al ver que nadie se reía de él, pensó ya no tenía sentido seguir ocultándose por más tiempo.
Muy dignamente, como corresponde a un monarca, se levantó del trono y se quitó la capucha para que todos vieran sus feas orejas. Los quinientos invitados se pusieron en pie y agradecieron su valentía con un aplauso atronador.
El rey Maón se sintió inmensamente liberado y feliz. A partir de ese día dejó de llevar capucha y jamás volvió a castigar a nadie por coartarle el pelo.

¨Adaptación  de Cristina Rodriguez´´




 

Cuento infantil, El Hada de los deseos


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EL HADA DE LOS DESEOS



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Érase una vez una niña muy linda llamada María que vivía en una coqueta casa de campo. Durante las vacaciones de verano, cuando los días eran más largos y soleados, a María le encantaba corretear descalza entre las flores  y sentir las cosquillitas de la hierba fresca bajo los pies. Después solía sentarse a la sombra de un almendro a merendar mientras observaba el frágil vuelo de las mariposas, y cuando terminaba, se enfrascaba en la lectura de algún libro sobre princesas y sapos encantados que tanto le gustaban. 
Su madre, entretanto, se encargaba de hacer todas las faenas del hogar: limpiaba, cocinaba, daba de comer a las gallinas, tendía la ropa en las cuerdas… ¡La pobre no descansaba en toda la jornada!
                                                             
Una de esas tardes de disfrute bajo de su árbol favorito, María vio cómo su mamá salía del establo empujando una carretilla cargada de leña para el invierno.  La buena mujer iba encorvada y haciendo grandes esfuerzos para mantener el equilibrio, pues al mínimo traspiés se le podían caer los troncos al suelo.
La niña sintió verdadera lástima al verla y sin darse cuenta, exclamó en voz alta:
– Mi mamá se pasa el día trabajando y eso no es justo… ¡Me gustaría ser un hada como las de los cuentos, un hada de los deseos que pudiera  concederle todo lo que ella quisiera!
Nada más pronunciar estas palabras, una extraña voz sonó a sus espaldas.
– ¡Si así lo quieres, así será!
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María se sobresaltó y al girarse vio a una anciana de cabello color ceniza y sonrisa bondadosa.
– ¿Quién es usted, señora?
– Querida niña, eso no tiene importancia; yo sólo pasaba por aquí,  escuché tus pensamientos, y creo que debo decirte algo que posiblemente cambie tu vida y la de tu querida madre.
– Dígame… ¿Qué es lo que tengo que saber?
– Pues que tienes un don especial del que todavía no eres consciente;  aunque te parezca increíble ¡tú eres un hada de los deseos! Si quieres complacer a tu madre, solo tienes que probar.
Los ojos de María, grandes como lunas, se abrieron de par en par
– ¡¿De verdad cree que yo soy un hada de los deseos?!
La viejecita insistió:
– ¡Por supuesto! Estate muy atenta a los deseos de tu madre y verás cómo tú puedes hacer que se cumplan.
¡La pequeña se emocionó muchísimo! Cerró el libro que tenía entre las manos y salió corriendo hacia la casa en busca de su mamá. La encontró colocando uno a uno los troncos en el leñero.
– ¡Mami, mami!
– ¿Qué quieres, hija?
– Voy a hacerte una pregunta pero quiero que seas sincera conmigo… ¿Tienes algún deseo especial que quieres que se cumpla?
Su madre se quedó pensativa durante unos segundos y contestó lo primero que se le ocurrió.
– ¡Ay, pues la verdad es que sí! Mi deseo es que vayas a la tienda a comprar una barra de pan para la cena.
– ¡Muy bien, deseo concedido!
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María, muy contenta, se fue a la panadería  y regresó  en un santiamén.
– Aquí la tienes, mami… ¡Y mira qué calentita te la traigo! ¡Está recién salida del horno!
– ¡Oh, hija mía, qué maravilla!… ¡Has hecho que mi deseo se cumpla!
La niña estaba tan entusiasmada que empezó a dar saltitos de felicidad y rogó a su madre que le confesara otro deseo.
– ¡Pídeme otro, el que tú quieras!
– ¿Otro? Déjame que piense… ¡Ya está!  Es casi la hora de la cena. Deseo que antes de  las ocho la mesa esté puesta ¡Una cosa menos que tendría que hacer!…
– ¡Genial, deseo concedido!
María salió zumbando a buscar el mantelito de cuadros rojos que su mamá guardaba en una alacena de la cocina y en un par de minutos colocó los platos, los vasos y las cucharas para la sopa. Seguidamente, dobló las servilletas y puso un jarroncito de margaritas en el centro ¡Su madre no podía creer lo que estaba viendo!
– ¡María, cariño, qué bien dispuesto está todo! ¿Cómo es posible que hoy se cumpla todo lo que pido?
María sonrió de oreja a oreja ¡Se sentía tan, tan feliz!… Se acercó a su madre y en voz muy bajita le dijo al oído:
– ¡Voy a contarte un secreto! Una anciana buena me ha dicho hoy que, en realidad, soy un hada como las de los cuentos ¡Un hada de los deseos!  Tú tranquila que a partir de ahora aquí estoy yo para hacer que todos tus sueños se cumplan.
La mujer se sintió muy conmovida ante la ternura de su hija y le dio un abrazo lleno de amor.