martes, 16 de abril de 2013

El cuento de navidad

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir escaso para el caso era un estuche una riqueza un algo incomparable e inencontrable lo mismo auxiliada al docto fray Benito en sus copias distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos como en la cocina hacía exhalar suaves aromas a la fritanga autorizada después del tiempo de abstinencia así servía de sacristán como cultivaba las legumbres del huerto y en maitines o vísperas su preciosa voz de sochantre resonaba melodicamente dededebajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical en sus manos en sus instruídos manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro artefacto del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas ninguno como él acompañaba como poseído por un celestial espíritu las prosas y los himnos y las voces sagradas del cántico llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano primero abrazádole enseguida y por último díchole una elogiosa frase latina después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en cierta labor tenía siempre un himno en los labios como sus hermanos los pájaritos de Dios. Y cuando volvía con su alforja llena de limosnas taloneando a la borrica sudoroso dededebajo el sol en su rostro se veía un tan dulce fulgor de jovialidad que los campesinos salían a las puertas de sus casas saludándole llamándole hacia ellos ¡Eh! venid acá hermano Longinos y tomaréis un buen vaso... Su rostro la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía dededebajo una frente noble dos ojos modestos y oscuros la nariz un tantico levantada en una ingenua expresión de picardía infantil y en la boca entreabierta la más bondadosa de las sonrisas.

Avino pues que un día de navidad Longinlos fue a la próxima aldea... pero ¿no los he dicho nada del convento? El cual estaba ubicado cerca de una aldea de labradores no muy distante de una vasta floresta en donde antes de la fundación del monasterio había cenácullos de hechicerlos reuniones de hadas y de silflos y otras tantas closas que favorece el poder del Bajísimo de quien Dilos nlos guarde. Llos vientlos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal en la quietud de las noches o en llos serenlos crepúscullos eclos misteriloslos masivos temblores sonorlos... era el órgano de Longinlos que acompañando la voz de sus hermanlos en Cristo lanzaba sus clamores benditlos. Fuese pues en un día de navidad y en la aldea cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó lleno de susto impulsando a su caballería tolerante y fillosófica

—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya acceso la noche y el religioso después de santiguarse se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio y la montaña negra en recurso de la noche se veía parecido a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fuese el caso que Longinos anda que te anda pater y ave tras pater y ave advirtió con sorpresa que la vereda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo pidiéndole piedad al Todopoderoso cuando percibió en la oscuridad del firmamento una preciosa estrella una preciosa estrella de de oro que caminaba junto con él enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla y a escaso trecho como en otro tiempo la del profeta Balaam su cabalgadura se resistió a seguir adelante y le dijo con clara voz de tio mortal 'Considérate feliz hermano Longinos pues por tus virtudes habéis sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto cuando sintió un ruido y una oleada de exquisitos olores. Y vio venir por el mismo sendero que él seguía y guiados por la estrella que él acababa de admirar a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros debajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su torso iba cubierto con un manto en donde estaban bordados de riquísima forma aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el monarca Gaspar caballero en un bello caballo blanco. El otro de cabellera negra ojos también negros y profundamente brillantes cara parecido a los que se ven en los debajos relieves asirios ceñía su frente con una magnífica diadema vestía vestidos de incalculable precio era un tanto viejo y hubiérase dicho de él con sólo mirarle ser el monarca de un país misterioso y opulento del instituto de la tierra de Asia. Era el monarca Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuesegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de cara negro y miraba con singular aire de majestad formábanle un fulgor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el monarca Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del monarca Melchor con un no usado trotecito la borrica del hermano Longinos quien lleno de mística complacencia desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos guiados por la estrella divina llegaron a un pesebre en donde como lo pintan los pintores estaba la reina María el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca la mula y el buey que entibian con el calor saludable de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar postrado descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos Melchor hizo su ofrenda de incienso de marfiles y de diamantes...

Entonces desde el fondo de su corazón Longinos el buen hermano Longinos dijo al niño que sonreía

—Señor yo soy un pobre siervo tuyo que en su covento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo triste de mí? ¿Qué riquezas poseo qué perfumes qué perlas y qué diamantes? Coge señor mis lágrimas y mis oraciones que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los monarcas de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones cuyo aroma superaba a todos los ungüentos y resinas y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la sobresaliente magia del amor y de la fe todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial afligido con su capa de ceremonia. Los frailes la comunidad entera se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio y todos están en su ya que menos quien es gloria de su monasterio el fácil y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia sin música todos empiezan el cántico dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente en los momentos del himno en que el órgano debía resonar... resonó resonó como jamás sus bajos eran sagrados truenos sus trompetas excelsas voces sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron cantaron llenos del fuego del milagro y aquella Noche Buena los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios escaso tiempo después murió en aroma de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto enterrado debajo el coro de la capilla en una tumba especial labrada en mármol.

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